miércoles, 10 de febrero de 2010

Sándor Marai. El best seller que volvió de la muerte.

Hay un misterio en las novelas de Sándor Márai, en el silencio de sus personajes, en la oscura motivación de sus acciones y sus reposos tensos, en las sombras de esos escenarios opulentos y decadentes, ya para siempre perdidos. Ese misterio empezó a conquistar a millones de lectores en todo el mundo desde 1999 (diez años después del suicidio del autor y a medio siglo de su partida de Hungría), a la vez como un presagio y una clave del horror que pronto estallaría. Algo parecido pasa con su vida. Los recuerdos de su familia, que lo concibió y lo crió como la flor de una estirpe y una clase social; sus prematuras memorias; los infinitos testimonios dejados por la prensa y la crítica, que durante al menos veinte años lo reflejaron según el molde del "escritor exitoso"; y por fin, las miles y miles de páginas de los diarios personales que llevaron, durante décadas y décadas, él y su esposa; todo ese material revela, por contraste, un itinerario irreducible a cualquier esquema o mote, empezando por el que él mismo eligió ponerse: el de burgués.

¿Quién era Sándor (Alejandro) Márai?, se pregunta el lector de sus relatos, perplejo ante la reserva de sus biografías, intuyendo que en él hubo alguien capaz de mirar a los ojos la tragedia y de sobrevivir a ella. "Pero ¿qué puede responderse con palabras?", replica uno de los personajes de su novela El último encuentro. "¿Y de qué vale, en todo caso, una respuesta dada en palabras y no en la moneda de una vida entera." Así, mientras dure nuestra pasión por su literatura, quizá no nos quede otro remedio que narrarnos una y otra vez la historia de Sándor Márai, dispuestos a corregirla cuando un nuevo dato invalide el esbozo anterior; guiados apenas por la esperanza de recibir, en su moneda, el pago a la templanza que exige su lectura.

El escritor que hoy conocemos como Sándor Márai nació en la primavera de 1900, cuando el Progreso llevaba a las capitales de provincia más alejadas de los imperios, a Oporto y a Calgary, a Melbourne y a Tacuarembó, los sorprendentes monumentos de la ciencia y la industria. Al pie mismo de esas montañas boscosas a las que alude el nombre Transilvania (durante siglos y siglos, el límite inestable de Europa, de la seguridad, de la civilización, del logos), los habitantes de Kaschau, la segunda ciudad de Hungría, se jactaban, no ya de sus iglesias y de los antiguos hitos de su lucha contra los bárbaros, sino de una espléndida estación de trenes sorprendentemente parecida a la de La Plata; de la flamante red de alumbrado público que permitía, en torno a la estación, el florecimiento de los cafés y en ellos una vida cultural; y por supuesto, de una media docena de palacios en los que vivían los sacerdotes del nuevo credo del "capitalismo sin cese". Entre ellos, la mansión de los Grosschmidt (tan inconcebiblemente compleja como para haber logrado albergar, no solo a cada nueva familia que se incorporaba al clan, sino incluso la sede del principal banco húngaro y un cabaret de lujo disfrazado de restaurante) se destacaba ante todo por la entrada semejante a la de un escenario por donde el gran patriarca salía, cada mañana, obeso y determinado, rumbo a las oficinas que mantenían un imperio financiero; y por donde entró, aquel anochecer del día de San Alejandro de 1900, a conocer al primogénito y a sacarlo, casi inmediatamente, a uno de los doce inmensos balcones que medía la fachada; uno se imagina a los habitantes del Kaschau contemplando allá arriba al recién nacido e intuyendo, ya, algo de esa importancia que nosotros aún no podemos definir. Y al propio chico, que habrá visto también en el horizonte lo que nadie veía: el perfil amenazante del bosque, de la barbarie, del mito.

Como fuera, ese gesto paterno, que en un ámbito feudal habría simbolizado la cesión de una propiedad y un destino, en un burgués como el padre de Márai, era ante todo la revelación de algo mucho más complejo: la ciudad. No la ciudad de Kaschau en sí, adonde la familia había llegado hacía relativamente poco tiempo y a cuyos habitantes, en rigor de verdad, no consideraban súbditos; sino la ciudad como entidad moderna por excelencia, el "burgo", que los de su linaje habían extraído de las sombras del Medioevo como un trozo de oro en bruto y que habían logrado acuñar en una moneda de precisa belleza y defender "con los puños", no solo de los bárbaros, sino de los que se creían con derecho al único poder "porque así Dios lo había querido". A diferencia de la burguesía sudamericana o australiana, tan afecta a fingir origen noble, los Grosschmidt -incluido nuestro escritor- proclamaban no haberse mezclado nunca "hacia arriba". Más que al proletariado urbano, capa con la que se creían capaces de llegar a algún acuerdo, detestaban a los nobles, cuya frivolidad, ignorancia y holgazanería les gustaba ridiculizar.

Más allá de la idealización que Sándor Márai hizo de las ramas de su árbol genealógico, guiadas quizá por el mero deseo de sobrevivir y por esa lógica de la ambición "sin cese" que el capitalismo imponía, es verdad que los Grosschmidt habían pasado, como lo dice el apellido, de meros "acuñadores de monedas" de un burgo de Sajonia a regentes de las minas estatales -lo que a mediados del siglo XIX les había valido un título de nobleza elegantemente menospreciado- y por fin, a contar entre sus filas a este emblemático patriarca, principal abogado de la ciudad, asesor de las compañías multinacionales y del Banco Hipotecario. Ni un solo artista en esa estirpe, no: la pasión por la ebanistería de un miembro de la familia, por ejemplo, era encauzada en la construcción de una fábrica de muebles. Y de esa "tía Julia", oriunda de Budapest, que había crecido en París y escribía novelas, se hablaba apenas, sin censura pero con coqueto menosprecio, como quien luce un pequeño toque de fantasía en un espléndido traje encargado a un sastre internacional. Pero quién sabe si, más allá de sus propias intenciones, el padre no habrá querido decirle, ese día, en el balcón: "Es esta tu ciudad, Alejandro. Escríbela."

El caso es que desde aquellos primeros días, el pequeño Sándor Grosschmidt pasó a ser el protagonista del extraordinario archivo fotográfico de la familia, que acaba de publicarse parcialmente en edición de Ernö Zeltner, y que, aun cuando no se refiriera a un escritor, sería digno de un estudio de Susan Sontag o John Berger. Más que la avidez por fijar momentos y acontecimientos para una posteridad de la que querían seguir siendo los dueños; más que las fotos y fotos de ambientes sin personas, destinadas a exhibir el último mueble de firma o la última pintura pompier adquiridos en el extranjero, lo que demuestra la inteligencia con que los burgueses habían adoptado ese novísimo arte de fotografiar es el propio histrionismo con que el pequeño Sándor posa, tal como los mayores deseaban que apareciese. En una foto, a los cuatro años, lo vemos satisfecho y sonriente, al volver de un viaje por la campiña; el látigo con que posaban feroces los niños destinados a ser amos del latifundio, como aquel polaco que también se rebelaría a su destino de estanciero para convertirse en Joseph Conrad, ha sido reemplazado por un elegante bastón de explorador naturalista. A los cinco o seis años, se lo ve tendido en la sala familiar, sobre la alfombra de Bokhara, gratamente sorprendido en la lectura entre hermanitos que juegan, felices de su destino más leve; o luciendo en la mesa del té sus impecables good manners al alzar la taza de porcelana de Meissen bajo la mirada benévola del padre y la madre, o sonriendo disfrazado de húsar con aire desafiante aunque -según nos confía su biógrafo- el coletazo de una tragedia ha empezado a corromper la transparencia de la atmósfera doméstica: una hermana menor ha muerto muy pequeña y su madre, a modo de revancha, ha redoblado los cuidados del chico con una "pasión enfermiza" que no transgrede precepto alguno, no, pero los exacerba hasta la morbosidad: además del exceso perceptible en la foto del "húsar", la madre viste a Sándor como un príncipe para los mínimos actos de la vida cotidiana y manda fabricar juguetes que ella misma diseña "de modo de ir entrenándolo en su papel en el mundo". Contra la opinión del padre, y con el pretexto tan usual en las clases altas de la época del temor al contagio en los colegios, la madre obliga al niño a tomar clases privadas con una fraulein soltera que apenas si logra enseñarle nada, abrumada por el carácter indomable del chico, por esa seducción de quienes nunca dudan, y sobre todo, por un voraz amor de mujer "estéril de tan pura".

Y de pronto, en una foto tomada a los nueve o diez años, el rostro de Sándor Grosschmidt muestra un trastorno brutal. Vestido aún con el típico trajecito de marinero, de pie detrás del sillón esterillado donde sonríen, tímidamente, sus tres hermanos menores, Sándor mira la cámara con una amargura tal que resulta, más aún junto a los pequeños, casi impúdica: es la actitud de quien quiere decir algo con el cuerpo, una decepción, sí, que lleva como un dolor físico y que acaso llevará toda la vida. Pero ¿cuál? A la luz de su abat jour, durante la Segunda Guerra Mundial, al cabo de una noche en que lo ha despertado su peor pesadilla recurrente (ha vuelto a ser niño), escribe:

Yo no tenía unos padres desalmados ni tampoco profesores perversos o crueles, los educadores no me torturaron a mí con mayor maldad que a otros niños. Y tenía muchas alegrías: innumerables juguetes, juegos salvajes con peleas y desafíos de fuerza, días en los que no era preciso lavarse. [...] Entonces, ¿qué es lo que me resultaba tan insoportable, tan terrible y atroz incluso, de esa niñez [...]? Acaso justamente el hecho de que el horror careciera de nombre y también de forma. [...] Ser niño significa algo así como saber las cosas directamente, sin ayuda, saber algo esencial y terrible del mundo. Más adelante ese saber esencial es sustituido por la experiencia y las dudas.

Quizás, su muy reciente ingreso en el colegio católico (que Márai describirá como el inicio de un largo combate entre él, ansioso por demostrarles a los curas todo lo que les falta aprender, y estos, infructuosamente empeñados en "bajarle el copete" le había revelado ya que la vida adulta no consistiría en la anulación de ese horror sino, por el contrario, en la evasión por la adopción del papel asignado en la comedia burguesa. Quizá por eso, ya tan tempranamente, Sándor intuya que su verdadero camino era desandar el camino de la experiencia hasta encontrarle otro sentido; la vieja y dura misión de la poesía.

De hecho, los recuerdos más apropiados para destacar de su adolescencia se vinculan, de algún modo, con la escritura. Son recuerdos de su amistad entrañable con el condiscípulo Odón Mihály, con quien encuentran en Tolstoi y Shakespeare, como si les hiciera falta, una fuente renovada de fantasía, ambición y petulancia; Odón Mihály, que moriría muy joven, era tan esnob como para romper la amistad con Sándor al comprobar "lo incurable" de su pasión por los medios de comunicación masiva. A este respecto, una anécdota con evidentes alteraciones de leyenda, correspondiente a esta época, retrata a Sándor profundamente. Un día, al pasar casualmente por los talleres del diario de Kaschau, el "joven rebelde" queda extasiado por el funcionamiento de la imprenta, y el jefe de tipógrafos, a quien solo preocupa la ausencia por epidemia de gripe del jefe de redacción y de la mayoría de los periodistas, le ruega que, como estudiante, escriba algo, lo primero que se le cruce por la cabeza; el muchacho, como quien asiste a una revelación, ve surgir bajo su pluma un análisis sobre la educación tan profundo que al otro día aparece como editorial del periódico. Ofendido, el padre rector del colegio lo convoca a la dirección para prohibirle que vuelva a "distraerse así de sus obligaciones", a lo que Marái, primero, reacciona con el grito: "¡De acuerdo, pero todavía todavía deberán vérselas conmigo en la clase de literatura!" y horas después, con una carta en que les reprocha "no haberles enseñado nada" y les pide que, por favor, si acaso les debe "algo de otro tipo", se comuniquen directamente con su padre. Por supuesto, el viejo patriarca lo ignoraba todo y uno puede imaginar el tenso clima familiar que se vivía durante el veraneo, en que, una tarde, como un mensajero de tragedia griega irrumpe en un drama de Chéjov, el joven pariente que venía a solo a declarársele abre la tranquera y llega temblando solo para decir, en cambio: "Francisco Fernando ha sido asesinado en Sarajevo"; y cuando los Grosschmidt vuelvan de las vacaciones, ni la ciudad, ni la burguesía, ni el resto del mundo serán ya los mismos.

Los historiadores marcan el verdadero fin del siglo XIX en 1914; Sándor Márai, nacido con el siglo, evocará los largos cuatro años de la Primera Guerra Mundial ("que mandaba desde larga distancia sus desechos, como un incendio expulsa en humo las pestilentes cenizas" ante todo un cambio radical en la percepción de la ciudad que lo rodeaba. Su primera novela exitosa, Los jóvenes rebeldes (1930), describirá a su protagonista y alter-ego Abel, durante aquel conflicto, ante todo como un cuerpo afiebrado, asaltado por impresiones alucinantes de hechos mínimos: trenes que llevan multitudes rugientes y devuelven ataúdes, el olor a yodo y acaroína que despuebla poco a poco los alrededores de la estación, el mapa en la vidriera de la despensa de artículos escolares en que, durante los primeros meses, el dueño marca de motu proprio los avances de las tropas nacionales y que luego abandona al polvo y las moscas, y por fin, la convocatoria "del pupitre a la trinchera", de la que un humillante y breve examen médico exceptúa por "absoluta incapacidad física". Los motivos de esta excepción permanecen desconocidos. Pero incluso si, como en el caso del protagonista del Gran Gatsby, no se trató más que de "una atención" a la posición encumbradísima de la familia Grosschmidt, las fotografías de Sándor hacen obvio que algo combatía también en el cuerpo de Márai, en contradicción entre la postura aprendida en los mejores colegios y la molicie de la carne que parece querer separarse de su estructura; algo que no puede entenderse como el mero y viejo combate entre la tentación y el temor de pecar, ni siquiera como el diálogo furibundo -que hasta el final de sus días Márai consideraría imprescindible- entre la pasión y la razón. No, algo de lo que se derrumbaba en torno se derrumbaba también en cuerpo, algo que por el momento no podía explicarse a sí mismo, y que sólo podía apaciguar transformando el dolor en furia ciega contra la generación de sus padres. Esta furia, tan pronto termina la guerra, lo lleva a una larga y ostentosa sucesión de transgresiones. Poco después de publicar su primer libro de poemas, Márai se instala en una pensión de Budapest con el supuesto propósito de cursar la carrera de derecho y seguir el destino de sus padre y su tío, Decano de la Facultad. Pero Sándor desperdicia la cuantiosa mensualidad y el tiempo en cafés donde, entre partida y partida al póquer, duerme en el piso, entre colillas; y reparte el tiempo entre amantes y una militancia política que lo lleva a apoyar la fugaz república de los Consejos Obreros, y cuando ésta cae prontamente bajo un gobierno protofascista, al prudente destierro en Alemania.

Un hecho histórico imprevisto puede haber contribuido a esa ya definitiva ruptura de Sándor con el proyecto que su familia tenía para él: en 1921, por una decisión de los vencedores, Kaschau, ahora bajo el nombre de Kosice, pasa a formar parte de Checoslovaquia; y aunque el patriarca Grosschmidt logra conservar su inmensa fortuna, sí es despojado de la posibilidad de ejercer sus mútiples negocios y su enorme ascendiente en la ciudad. Como sea, Sándor reemprende sus estudios, pero en la Escuela de Periodismo de Leipzig, no en la Facultad de Derecho; y por lo demás, encarará su asistencia a clase como un modo de formación ciertamente secundario -comparado con el propio trabajo de escribir para publicaciones periódicas, en las que poco a poco, tras un duro trabajo con la lengua alemana, llegan a admitir sus artículos entre los trabajos de Stefan Szweig y Thomas Mann, autor este último con quien entabla una decisiva amistad epistolar. Este temprano interés por las formas más variadas de la escritura, y sobre todo, este afán de intervenir opinando, muestran que su idea de ser un escritor excede en mucho a la mera ambición de escribir novelas o poemas, y sigue aun muy ligada todavía al "hombre de acción y letras" tan típico del siglo XIX. Al mismo tiempo, esta aspiración y esta imagen temprana de "escritor institucional" no debería hacernos olvidar que, tanto en política como en literatura, siguió sintiéndose muy cercano a las vanguardias: al menos una vez, en Weimar, fue preso bajo la acusación de comunismo; como Borges, fue el gran introductor de Franz Kafka en su país, tradujo La metamorfosis al húngaro, e hizo pública su admiración por Georg Kaiser, Gotfried Benn y el expresionismo cinematográfico cuya influencia, quizá, se haga evidente en sus primeras obras poéticas, teatrales y aun narrativas. Sabemos -aunque sobre este período sus confesiones fueron más reticentes que ningún otra- que derivó por muchas otras ciudades alemanas, y que permaneció mucho tiempo en que conoció el "alocado Berlín" de los años 20 -porque fue allí donde un día recibió una llamada que volvió a encauzar su vida -y derivó en una escena típica de sus grandes novelas futuras.

La pasión llama por teléfono

Quien llamaba era Ilona Meztger, un muchacha judía, antigua vecina suya de Kaschau, heredera de una rica familia de comerciantes, a quienes supuestamente sus padres habían querido enviar muy lejos para protegerla una pasión tormentosa por un aristócrata, íntimo amigo de Márai, y que la maltrataba. Márai cita a "Lola" en un banco del Kurfursterdamm, y sobre ya ese banco nace una pasión es tan fulminante que, apenas diez minutos después, mientras todavía están diciendo las vacuidades de rigor, el joven Sándor no deja de pensar en una sola cosa: dónde han de vivir juntos. La respuesta la dará Lola, "¡en París, claro en París...!" Y fue por ella, que todavía lucía en las fotos una belleza lánguida, levemente vampírica, con ojeras a lo Jean Rhys y elegancia a la Irene Némirovsky; fue por ella, de dice, que, durante casi seis años, habían de repetir cada atardecer la misma escena: volver a la casa alquilada cerca del Bois de Boulogne, sentarse en las valijas y decirse, "mañana nos volvemos a Hungría ¿no? Sí, mañana nos volvemos a Hungría". Pero poco después, en plena noche, o al día siguiente, al despertar, encaraban otro plan inaplazable, ir a este o aquel café de Monparnasse donde alternaban con Hemingway o Djuna Barnes, o al cabaret donde cantaban Josephine Baker o Gardel, o a recorrer infinidad de bouquinistes junto al Sena, donde Márai empezó, acaso por primera vez, a apasionarse verdaderamente por la narrativa, en ediciones de bolsillo de Balzac y Stendhal. Las fotos muestran, al mismo tiempo, que si la partida fue lenta también era profunda como un autoconocimiento: Márai, con una urgencia dolorosa, ha empezado a comprender que su destino de escritor sólo puede consolidarse en la tierra de sus padres; y Lola, a quien -según su biógrafo- la convivencia con la neurosis de Márai iba templándola hasta convertirla más bien en una enfermera, empieza a tomar en las fotos el aspecto una esposa modelo, sonriendo de un modo sumamente convencional e inalterable ya hasta el final de sus días; no se trata de una derrota de su voluntad: era el recurso desesperado de alguien extraordinariamente sensible e indefenso, que había percibido tempranamente la amenaza de la historia, y decidido refugiarse, no sólo detrás del poder, sino de la inteligencia feroz del hombre amado.

El noble burgués

Quizá influidos por el recuerdo de esa tía "Yuliá", la escritora afrancesada que, secretamente, había alentado las ambiciones literarias de su sobrino y demolido por carta cada una de sus primeras intentonas, Lola y Sándor eligen en 1928 instalarse en el barrio de Christina, en Budapest. En departamento en el edificio familiar de la calle Milkó "apenas si podemos movernos entre los muebles", y las antiguas denominaciones, "el cuarto de los señores", "el fumoir", la "boiserie", "nos hacen sentir ridículos apenas las mencionamos. ¿Pero cómo aprender otras palabras?" Por alguna razón, sin embargo, Márai considera que éste es el escenario ideal para consolidar una obra de escritor todavía informe y vacilante; y pocos días después se presenta por primera vez en una editorial poderosa con los originales de un "diario de viaje" por Oriente Medio. Ante el editor se siente, según escribe, como un sacerdote que al llegar ante el obispo sólo escuchara recomendaciones sobre cómo vender estampitas; pero acepta el consejo y comienza "a regañadientes" a escribir novelas entre las que, al parecer, las más notables son las que lo tienen, veladamente, como protagonista. Los jóvenes rebeldes (1930), que le vale el éxito popular, mira aquellos días de la Primera Guerra Mundial en Kaschau a través de un cristal deformante que recuerda a Roberto Arlt, por la "pandilla" de juguetes rabiosos (quizá el único personaje colectivo de toda su narrativa) y por la extraña galería de personajes esperpénticos: el remendón profeta, el cómico invertido de talento sarcástica y desesperación secreta, el mutilado suicida, etc. Csutora (1931), es un ejercicio narrativo bien escrito pero monocorde en el que la mirada de un perro revela con un humor pomposo a un escritor prematuramente satisfecho de sí mismo, dotado de un snobismo que uno aprende a reconocer en ciertos datos biográficos del autor. Me refiero, por ejemplo, a esa nueva negación a mirar a las muchas cámaras que empiezan a fotografiarlo, como si su antiguo espectador ya no existiera, -lo que no le impide abrirse, como quien no quiere la cosa, el sobretodo, para lucir la calidad de un traje cruzado-; y más que nada, a la adopción del título de nobleza como su nombre literario definitivo: "Sándor de Mara". Esta tendencia a "posar" también en literatura culmina con los primeros dos tomos de Confesiones de un burgués (1933), que implican aparente aproximación en el liberalismo, quizás como reacción a la amenaza totalitaria -pero también una sutileza en la disección de su clase que nunca había demostrado, y que me atrevería a llamar única en la literatura. En las Confesiones, el orden burgués "en el que fui concebido" es el foco que merece toda su atención, su admiración incluso, como creación lógica y coherente, tan bella como una obra literaria, y más estable y armónica que la propia nación húngara; pero desde el momento en que lo considera artificio, y no un orden querido por dios ni científicamente comprobado en su perfección, Márai también deja entrever que no existe correspondencia total ni necesaria entre las leyes, la cosmovisión, de sus padres, y eso oscuro, incognoscible, que llamamos realidad -una percepción con que Michel Foucault identifica al momento final de la modernidad. Desde este punto de vista, la forma tan tradicional de las Confesiones, debe de haber dejado fuera gran parte de lo que Márai queria, al escribir, ir develando; al concluirlas, Márai debe de haberse preguntado si todavía no acababa de "posar" ante los demás, de acuerdo con formas literarias que lo obligaban a frustrar su autorretrato. El juicio "por calumnias" que le entablaron inmediatamente, en medio del suceso clamoroso, los educadores de Kaschau, lo lleva a escribir irónica pero honestamente que "desde ahora no me queda más remedio que convertirme, de una vez por todas, en un escritor...", es decir, encarar el desafío de la ficción pura. Ese íntimo temor de "no estar a la altura", o de no saber cómo empezar, quizá sea lo que amarga la expresión de los retratos de esos años inmediatamente anteriores a la guerra; o quizás, claro, la misma proximidad de una tragedia que intuye, al menos, desde que en 1933 asistió como periodista acreditado a la consagración de Hitler en el Palacio de los Deportes ("¡esa irracionalidad, esa fuerza salvaje que incuba la desesperación...!" En 1939, mientras los nazis arrasan Varsovia, Lola -que se ha convertido al catolicismo, prudentemente, varios años atrás- da a luz a un hijo, Kristof, cuyo recuerdos se confundirán por siempre en la imagen intolerable de un confuso abigarramiento de flores: las flores en que por primera vez lo vio, bajo la perenne sonrisa de Lola, las flores entre las cuales lo velaron, poco tiempo después, víctima de una hemofilia que probablemente también sufriera su madre. "No, no comprendo por qué me han hecho esto", escribe Márai en un poema poco después. "No soy capaz de perdonar. A nadie y nunca más."

Entre las ruinas

Si, como afirmaba Isak Dinesen, lo que había herido de muerte a la narrativa -y a la sociedad- burguesas decimonónica- era su incapacidad de enfocar la tragedia, ¿habrá tenido que ver estas tragedias, en el fantástico hallazgo de una forma novelística nueva y tan acabada, sí, como las monedas que acuñaban sus ancestros, con el una voz ficcional de pronto tanto más madura? Profundizando los aciertos anteriores de Divorcio en Buda (1936), estas nuevas novelas, La herencia de Esther (1939), Los virajes de un matrimonio (1941) (un díptico de novelas que, junto con Judith, el epílogo, recientemente se publicaron con el título de La mujer justa), La hermana (1944), sus primeras obras maestras, esbozan nuevamente un estudio de la burguesía, pero según pautas que, por un lado, heredan mucho de la tragedia griega -sobre todo, en términos de unidad-, pero en otro plano implican un giro radical. Como Borges -estricto contemporáneo de Márai, y tan afin a él en tantas cosas-, Márai ya no pretende entender lo burgués considerando el trayecto una larga vida, sino un solo acto cometido, muchas veces, involuntariamente y por uno de los personajes más laterales de su clase social; un acto por lo común impensado, cometido más por un cuerpo que por una decisión, y en que aflora algo imprevisto por el pensamiento, una obediencia a una ley anterior de la que sólo sabemos que determina que "lo que ha empezado deberá terminarse": ese acto, como en los cuentos de Borges, revela a quien lo ejecutó su propio destino, pero además, algo de otro orden que apenas podemos vislumbrar: el "corazón de las tinieblas" -un horror tanto más notable en su escritura, quizás, en tanto era amenaza perentoria. En 1944, mientras Sándor Márai festeja su onomástico los alemanes entran en Hungría, dándoles apenas tiempo para refugio en una chacra del campo, poco antes de que comiencen los fusilamientos en masa a orillas del Danubio, en donde Lola pierde a su padre; la pronta llegada de los tanques rusos la chacra de Lyenáfalu salva a ella de la deportación a Auschwitz. Como secreto agradecimiento, Márai apunta, la frase con que uno de los soldados rusos replica a una de las frases de su primer diálogo: "¿Escritor? Si usted me sobrevive, diga que yo ví cón estos ojos como soldados de su bando arrasaban con la casa de Tólstoi, en Yasnaia Polaina."

La experiencia abrumadora de volver, meses después, a una Budapest literalmente arrasada por el combate demencial; la obligación de tener que ocuparse de apagar los últimos fuegos y desenterrar y enterrar los cadáveres antes mismo de pensar dónde ha de vivirse; la búsqueda, entre escombros y ratas, de al menos un libro de su biblioteca o un papel de sus archivos, dejan en Márai una lección de pesimismo que hay que sopesar con extrema prudencia y más allá de toda simplificación: a partir de entonces, Márai no sólo descreerá del comunismo, como señalan ciertos biógrafos, sino del ser humano, ligado como está a eso "otro" incognoscible. Durante el interregno que precede a la hegemonía del Partido Comunista y a la invasión soviética, él que se declaraba "socialista cristiano", aprueba incluso el reparto de los latifundios eclesiásticos y la nacionalización de las empresas de explotación del patrimonio nacional, pero no se engaña acerca de su propia condición de su "antigualla"; y, mirando atentamente a sus compatriotas, muy tempranamente comienza a elaborar el proyecto de emigrar -"escribir en húngaro, aportar a la cultura húngara, pero desde otro lugar". Muy pronto, comienza también el embate de los críticos marxistas, con Georg Lucaks a la cabeza, que lo acusan de no escribir "lo que debería escribirse"- típicamente convencidos, en fin, de la capacidad de que un escritor puede elegir la sustancia de sus imaginación.... Y sin embargo, la decisión final de tomar como excusa la invitación a un congreso en Berna para radicarse en el extranjero, es muy otra: "he disentido y criticado hasta donde creí justo al medio en que me crié, pero no por eso voy a ser cómplice de represalia..." La elección de los dos sitios de su destierro -en los que, por alguna razón inconfesada, jamás tomará contacto con los medios literarios- comporta una grandeza que, hasta donde sabemos, no ha sido suficientemente descripta. Durante aquel mismo congreso en Berna, su editor alemán le señala que podría instalarse en Berlín y devenir, de alguna manera, a la manera de Nabokov y luego de Solyenitsin, una especie de víctima paradigmática, lo que ampliaría su celebridad internacional y por supuesto la venta de sus libros. "Oh sí, que duda cabe de que los alemanes son gente extraordinaria", responde en un arrebato típicamente borgiano, cuando el otro se extiende sobre el Milagro Alemán. "Cuando no se dedican a masacrar pueblos, los construyen rápidamente." Con toda humildad, en cambio, él prefiere radicarse en Nápoles, donde un tío de Lola, activo militante de la IRO (International Refugee Organization) les consigue una pequeña casa cerca del Possilipo. Allí junto al huérfano de guerra que han adoptado antes de partir, se aplican a una vida recoleta, atormentada pero muy fructífera: otro de los mitos que ya podemos desterrar es el de la esterilidad creativa de Sándor Márai en el extranjero; aun durante las tribulaciones propias de los primeros años, fue capaz de escribir dos de sus obras maestras, el poema Oración Fúnebre (1951) y Paz en Itaca! (1952) una reescritura profundamente lírica de la Odisea en donde Ulises termina por reconocer que su verdadera patria, no en su lugar natal, sino en el propio viaje, en la poesía. "¿Un escritor germano-húngaro, yo? Qué disparate?", había declarado poco tiempo atrás. "Seré un escritor húngaro apátrida, y a mucha honra".

Risas y muecas de Nápoles

"No me compadezcáis", escribe en otro bellísimo poema de esos días que bien podría servir como su epitafio a lo Spoon River; y en verdad, el destierro, con todo dolor y las privaciones que adivinamos, ha de haber implicado para Márai lo que para fue Borges la ceguera: el advenimiento de un quedarse a solas con sus propios mitos cuya descripción nadie tiene derecho a "rebajar a lágrima o reproche". Con esa misma compasión, más honda que la ternura, con que Márai trata las extravagancias de sus criaturas, con esa capacidad de comprensión de las pequeñas manías que en su novelística llega a funcionar como un misterioso sucedáneo del humor, sería más digno de él describir su vida cotidiana en términos de comedia de neorralismo italiano, de ésas que llevaban a ver, muy frecuentemente, al pequeño Janos, en los cines de Nápoles. Nadie como Lola, por ejemplo, habrá sonreído ante los gags involuntarios de ese cascarrabias impenitente, siempre al borde del ataque de nervios en una ciudad "donde no hay horario que se cumpla ni servicio que funcione, donde el paisaje más hermoso del mundo convive con la más inconcebible fealdad: la de la pobreza -"pero ¿por qué no hacen algo?"-, donde las muestras de fe más hondas que haya visto jamás (en los años sesenta dedicará toda una novela al misterio de la sangre de San Genaro) "se mezclan con la más deplorable superchería". Una mañana, horrorizado, mira cómo toda una familia vecina, multitudinaria y toda de negro, después de haberse desgañitado melodramáticamente en un velorio, vuelve ruidosamente a casa a atracarse con spaghetti y canzonetas; casi ofendido, sale hasta un correo donde "¿lo creerás, Lola? "¡tuve que regatear con el empleado de correros para poder mandar una carta a Barcelona!" Al mismo tiempo, la gratitud por esa tierra que lo acoge se revela en otra controvertida anécdota con al Cónsul de Estados Unidos, que "cree comprender" la decisión de Márai de partir a New York, y deja caer una velada suspicacia. "¡Un momentito, señor...!", lo detiene Márai, poco antes de dar el previsible portazo. "Que usted es el único extranjero aquí, y debe respeto a este suelo y yo, ¡yo soy su anfitrión, porque mi patria es Europa...!" Nadie como Lola, tampoco, para entender el desgarrón de partir a América, en 1954, cuando al fin le concedieron la visa, sólo porque unos familiares de New York le había conseguido trabajo como empleada de la sección calzado de una tienda distinguidísima y a Sándor un modesto empleo como columnista de Radio Libre, desde donde cubrirá la invasión rusa de 1956.

El revés del tapiz

El sentido de toda biografía, se sabe, depende del hecho con que termina. A la tan comentada serie de infortunios que preceden al suicidio de Márai en San Diego en 1989-el alzheimer y el cáncer que acaban despiadadamente con Lola, la muerte imprevista de su hijo, que decide al escritor a aprender tiro a los ochenta y seis años "preparando el momento en que ya no pueda prescindir de la ayuda ajena"-; a la simplifación en términos políticos de la abismal decisión de suprimirse, ("tan poco antes de la caída del Muro", se lamenta uno de sus comentaristas), preferiríamos cerrar este artículo relatando una anécdota de aquellos mismos primeros días en la isla de Manhattan, que lo había deslumbrado por sólo por un momento, como al protagonista de la novela América de Kafka, que tanto admiraba: cuando por primera vez vio la línea de rascacielos desde la proa del barco y allí abajo, espléndida, la Estatua de la Libertad. Un día, al salir de su único refugio: la Biblioteca Pública de la Calle 42, adonde acaba de asistir a la exhibición de incunable impreso por Gutenberg "cuando en esta isla no había más que indios", una angustia fatal, final, lo impulsa a caminar velozmente, sin rumbo, como si una última revelación lo persiguiera y él no tuviera valor, todavía de comprenderla. No sabe qué le pasa, y le da miedo saberlo saberlo. Y de pronto, al mirar entre dos edificios frente al Central Park, en ese vacío, como una demostración "de la magnífica ironía de Dios", reconoce el misterio, el misterio del horror, sí, que lo ha acompañado durante toda su vida, pero de nuevo tan claro como cuando era niño, "sin nombre, ni forma" y siente unas ganas insoportables de gritar, porque ni siquiera tiene el paliativo de ningún compromiso en la tierra como para distraerse; ni siquiera, piensa, el compromiso de un lector. Pero de pronto, en ese grito ahogado que le sacude el cuerpo, reconoce imprevistamente la energía renovada para volver a la poesía, de un modo diferente, en lo que será una serie de obras maestras de la que conocemos sólo la primera, El último encuentro (1956). ¡Ya no tiene compromisos, mal que mal, su experiencia puede ser libre...! Así, entre New York y las más o menos prolongadas estadías en Italia, seguirá escribiendo títulos que abordan temas de los que durante mucho tiempo apenas se hubiera creído capaz, como si hubiera visto al otro al otro lado del tapiz burgués: la miseria pavorosa de los suburbios de Hungría; o el Brasil anárquico del fines siglo XIX, o el México de la Inquisición, que aun no han sido traducidos. Y es aquel día en Manhattan, acaso también Márai comprendió que su verdadero interlocutor no estaba en su tiempo, sino en esto que somos y seremos: su futuro.

Recogido de Taringa donde a su vez se recoge del suplemento adn Cultura de La Nación

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